No recuerdo bien que edad tenía entonces. ¿Siete años?
Quizás ocho… o nueve, no lo sé, pero fue durante mi niñez, cuando el mundo
todavía era mágico y misterioso. Era una de esas cálidas tardes de domingo en
Madryn, donde todo se hallaba en un estado (casi) de suspensión inanimada. No
sé bien por que lo recuerdo como domingo, podría haber sido un sábado por la
tarde, pero en mi memoria resuena la palabra domingo. El atardecer era de un
color anaranjado casi irreal, con una gama de tonos ocres y amarillentos generada
por las nubes en el horizonte. Yo estaba en la vereda, no se por que motivo, y
mi madre rondaba cerca. Creo que esperábamos a mi padre. Enfrente de mi casa se
alzaba la enorme barraca Lahusen, que permanecía cerrada y silenciosa, al igual
que la distribuidora de Giménez (¿Era Giménez? Creo que sí…) y el edificio del Correo.
El resto de la semana esos tres lugares tenían una actividad importante, que
contrastaba fuertemente con su silencio dominical. En la vereda de mi casa el
panorama era idéntico. Desde mi casa hasta la otra esquina, donde vivía la
familia Kruse, todo estaba vacío y en silencio.
No sé porque evoco estas imágenes. Veo con mis ojos de niño de aquel entonces y veo la calle desierta, el silencio apenas quebrado por ruidos muy lejanos, el aire calmo y cálido. La luz anaranjada del atardecer baña la calle entera, desde el oeste y hasta el mar. Todo tiene un tinte irreal, como si estuviese mirando una vieja foto. El atardecer durará solo unos minutos más para dar lugar a la noche. Mi madre me llamará para que entre a la casa y comenzará la rutina de todas las noches: bañarse, cenar, e ir a dormir porque al otro día hay que ir a la escuela. Pero antes que me llame mi madre tengo tiempo para percibir algo más. Lo siento en el aire, lo veo en el horizonte anaranjado y en las fachadas silenciosas y los árboles inmóviles. En un instante, a pesar de mi corta edad, tengo una sensación que se aloja en un rinconcito de mi corazón. Con el paso de los años reconoceré esa sensación y me iré acostumbrando a ella. Aparecerá en momentos y lugares insospechados, y siempre tendrá el color de los atardeceres anaranjados y los domingos silenciosos. Se trata de la melancolía, que vuelve de tanto en tanto, acompañada de un recuerdo o de una palabra.
Veo para atrás y ya anocheció. El haz de luz anaranjada no
está, y su lugar fue ocupado por las frías luminarias nocturnas. Aquella tarde
se fue, pero quedó grabada para siempre en mi memoria… y en mi corazón.
Patricio G. Donato
Son las pequeñas cosas que resisten al olvido, en gran parte por pertenecer al mundo ideal, al que hemos accedido por algún capricho de los sentimientos.
ResponderEliminarAsí también son el amor y la amistad,
Gracias por tus palabras Horacio, has captado con claridad lo que evoca ese recuerdo. Te mando un gran abrazo
EliminarHermosa imagen infantil dibujada con palabras.
ResponderEliminarGracias por tus palabras. Saludos
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