Adios a Ernesto Sábato

El sábado pasado, 30 de Abril, falleció Ernesto Sábato a los 99 años de edad, en su casa de la localidad de Santos Lugares. Cualquier cosa que pueda decir acerca de él es trillada, ya que a un solo click del Google se puede encontrar toda su vida y obra. Escribió tres novelas, numerosos ensayos, presidió la CONADEP, recibió el premio Cervantes de literatura en 1984, y un largo etcétera de hitos. Obtuvo un doctorado en física en la Universidad Nacional de La Plata, y pudo trabajar en lugares tan prestigiosos como el laboratorio Curie de París y el MIT, antes de abandonar la ciencia y dedicarse completamente a la escritura, a mediados de la década del 40. No soy el mejor indicado para hablar acerca de él y su obra, ya que mis lecturas acerca de Sábato se reducen a poco más de un libro: El Túnel, y parte del conocido Nunca Más, que aún tengo pendiente de releer. Así que tengo una deuda con sus libros, como con muchos otros, debido a la imposibilidad de leer todo lo que se escribe. Si embargo, guardo un recuerdo muy bueno de la lectura del El Túnel, por lo que voy a recordar a Sabato con un breve extracto de dicho libro. Mis palabras ya están de más, así que me despido y los dejo con las palabras de Sábato. Hasta la próxima.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida  ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

El Túnel, Capítulo XXXVI - Ernesto Sábato

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